martes, 11 de noviembre de 2014

El pacifismo bruto y el tabú de la violencia


«Arrojar una piedra es una acción punible. Arrojar mil piedras es una acción política. Incendiar un coche es una acción punible, incendiar cien coches es una acción política. Protestar es denunciar que eso o aquello no es justo. Resistir es garantizar que aquello con lo que no estoy conforme no se vuelva a producir.»
Ulrike Meinhof

@escupeletras

La violencia. Esa acción inseparable de la humanidad. Ese doloroso curso de la historia. Ese monopolio legal del Estado. Esa palabra que no cesa en los medios de comunicación. Ese tabú que tanto espanta.

En los últimos días, el caso de los 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos en Iguala, presuntamente masacrados y calcinados por un grupo del narcotráfico en complicidad con autoridades locales, ha convulsionado a México y ha trascendido en el mundo. Las protestas en todo el país han sido multitudinarias y en no pocos casos se han suscitado acciones violentas.
En el discurso de la aplastante mayoría de los medios de comunicación nacionales, existe una condena generalizada a estos actos; etiquetan con ligereza y sin temor a quienes los ejecutan como “violentos”, “vándalos”, “provocadores”, direccionando una connotación claramente negativa.


Portada del diario Milenio del 9 de noviembre de 2014. (IMAGEN: ESPECIAL)


No debe sorprendernos que la mayoría de los grandes diarios y medios de comunicación dediquen sus portadas a defender el estaus quo actual, pues viven de él y están su servicio. Lo importante aquí es desmitificar a la violencia, quitarle ese tabú que causa espanto y temor, eliminar esa tendencia a su condena automática carente de contexto, arrancarle ese desprestigio intrínseco que ignora sus razones.


Un análisis del discurso aplicado a la prensa nacional en el caso Ayotzinapa reveló que el diario Excélsior ha otorgado mayor cobertura a las declaraciones del presidente que a las protestas o las víctimas. (IMAGEN: ARTÍCULO 19)


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En el siglo pasado, después de las dos grandes guerras, en medio de la constante tensión de la Guerra Fría y de los variados conflictos armados durante ella, se estableció un paradigma de paz impulsado principalmente por los medios de comunicación. La violencia se proscribió como inadmisible en cualquier nivel y contexto. En los 60, el jipismo ayudó a catapultar la idea del pacifismo como la única salida a un mundo asolado por guerra. Figuras como el Dalai Lama, Mahatma Gandhi y John Lennon fueron modelos a seguir para toda una generación y su pensamiento repercutió en el orden social de su tiempo y de las décadas venideras.

En una de sus frases más famosas, Gandhi expresó: “No hay camino para la paz, la paz es el camino”. De acuerdo. Pero surge ahí una pregunta clave: ¿qué hacemos con aquellos no están dispuestos a sostener el acuerdo de paz y ocupan las más diversas formas de violencia para oprimir a los pueblos?

El pacifismo a ultranza que impera desde hace más de 50 años en nuestras sociedades occidentales no admite este cuestionamiento. El problema de este paradigma de paz es que despojó a la violencia de todo contexto e intencionalidad.

Se constituyó así una paz ciega y sorda, incapaz de analizar y juzgar a la violencia desde sus protagonistas, sus causas y sus objetivos. Se instituyó un pacifismo bruto que no tomaba en cuenta que afuera de la burbuja color de rosa de sus promotores había un mundo violento construido por aquellos, muchos, que no estaban dispuestos a obedecer el paradigma de la paz para conservar sus posiciones de privilegio. Se erigió una paz de perpetua inmovilidad y sumisión que juega a favor del mantenimiento de un status quo construido con base en el abuso.
Se formaron así sociedades mansas, masas inertes, capaces de aguantar toda la violencia diaria de los poderes del Estado y de los poderes fácticos. Sociedades siempre dispuestas a resistir todo abuso y a poner la poner la otra mejilla, sociedades “civilizadas” que se acostumbraron a enfrentar una maquinaria de explotación y segregación con una rama de olivo en la mano. El pacifismo se estableció como una gran barra de contención invisible del descontento ciudadano al servicio de las clases dominantes.
Se insertó así la idea de que todo acto violento es, sin distinción, “malo”, “irracional”, “primitivo”, “salvaje”, “dañino”, “condenable”, “castigable”.

Se constituyó una paz ciega y sorda, incapaz de analizar y juzgar a la violencia desde sus protagonistas, sus causas y sus objetivos. Se instituyó un pacifismo bruto que no toma en cuenta que afuera de la burbuja color de rosa de sus promotores hay un mundo violento construido por aquellos, muchos, que no están dispuestos a obedecer el paradigma de la paz para conservar sus posiciones de privilegio. (IMAGEN: ESPECIAL)


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No se trata de hacer una apología de la violencia por sí misma, de ninguna manera. Lo importante es tomar conciencia de que no todas las violencias pueden ser juzgadas de igual forma. Ante cualquier acto de violencia, siempre debemos preguntarnos ¿quién la ejerce? ¿contra qué o quién? ¿en respuesta a qué (antecedentes, contextos)? y ¿cuál es su objetivo?
El célebre escritor argentino Julio Cortázar, en su texto Corrección de pruebas de 1973, nos dejó una gran guía para tomar una postura frente a los actos de violencia:

“Es necesario darse cuenta de que la violencia-hambre, la violencia-miseria
, la violencia-opresión, la violencia-subdesarrollo, la violencia-tortura, conducen a la violencia-secuestro, a la violencia-terrorismo, a la violencia-guerrilla; y que es muy importante comprender quién pone en práctica la violencia: si son los que provocan la miseria o los que luchan contra ella”

De esta cita establecemos entonces que hay diversos tipos de violencia con diferentes orígenes. Cuando hablamos de violencia generalmente pensamos en un acto que hiere físicamente, que causa un daño corporal o material por medio de un golpe, una cortadura, una explosión, un impacto; pensamos en un tolete, en un palo, en una piedra, en un petardo, en una bala, en una bomba. Pero la violencia, en su más amplio sentido, es mucho más.

La inequidad de género, la segregación racial y cultural, la depredación y el despojo de los recursos naturales, la explotación laboral, la desigualdad económica y la pobreza son violencias cotidianas, violencias que vemos y sufrimos a diario con una fuerza implacable, pero la mayoría de la población está tan acostumbrada a ellas que ni siquiera las nota.


La inequidad de género, la segregación racial y cultural, la depredación y el despojo de los recursos naturales, la explotación laboral, la desigualdad económica y la pobreza son violencias cotidianas, violencias que vemos y sufrimos a diario con una fuerza implacable, pero las mayorías están tan acostumbradas a ellas que ni siquiera las notan. (FOTO: ESPECIAL)

Con el ascenso del capitalismo como el sistema socioeconómico hegemónico a nivel global, estas violencias se normalizaron, se hicieron tolerables, aceptadas, a veces invisibles para el colectivo. En esta dirección, el sociólogo francés Pierre Bordieu acuñó en la década de los 1970 el término “violencia simbólica”, donde el "dominador" ejerce un modo de violencia indirecta y no físicamente directa en contra de los "dominados", los cuales no la perciben o son inconscientes de dichas prácticas en su contra[i].

Ante las violencias cotidianas inherentes de los Estados burgueses y el sistema socioeconómico imperante, surgen otras violencias que son una respuesta natural. Cortázar acierta al señalar que las violencias que ejercen las clases dominantes desemboca en violencias por parte de las clases dominadas, ya sea como medio de supervivencia ante la falta de oportunidades que el sistema provoca (como en los casos del robo, el secuestro o el narcotráfico) o como respuesta al abuso de las élites que dirigen el sistema y en busca de su caída (como en el caso de las protestas violentas, las guerrillas y las revoluciones armadas).  

Es precisamente en este contexto de violencia cotidiana donde es necesario el rescate del concepto de legítima defensa, que se traduce en actos de violencia.

No confundir legitimidad con legalidad, ahí radica la diferencia entre la violencia de las protestas sociales o las revoluciones y la violencia cotidiana del Estado burgués.
Hago una diferenciación conceptual entre la legitimidad y la legalidad. Defino a la legitimidad con base en la justicia y a la legalidad con base en la ley. Una acción, un documento, una organización o un personaje son legítimos cuando la justicia los asiste, tienen legitimidad cuando se mueven en función de una causa justa. La legalidad es el marco jurídico aprobado por un Estado. Pero la legalidad no siempre es legítima, pues una ley no siempre está asentada en la justicia, sino en la conveniencia de la clase dominante. Idealmente lo legal siempre debe ser legítimo, pero en la realidad lo legal puede ser ilegítimo y lo legítimo puede ser ilegal.
La esclavitud y el racismo que en muchas partes del mundo y por muchos siglos fueron legales, nunca fueron legítimos porque nunca fueron justos. Lo mismo ocurre hoy con la explotación laboral, el despojo, la marginación, la desigualdad y la pobreza que producen los sistemas económicos neoliberales al amparo de la legalidad.  

Entonces, ¿qué legitimidad tienen la discriminación, la explotación o el despojo? Ninguna, pero, a pesar de ello, es la violencia aceptada, tolerada y a veces hasta fomentada y celebrada por las clases dominantes y sus medios de comunicación.
Por supuesto, también es violencia ilegítima la ejercida por las clases dominadas como medio de supervivencia, pues el robo, el secuestro y el narcotráfico también ejercen violencia contra inocentes y casi siempre sobre el mismo lado de los dominados.

En contraste, la respuesta violenta a la discriminación, la explotación, el despojo, la desigualdad económica y la pobreza tiene una base de legítima defensa, consolidándose así como violencia legítima. Las protestas, las guerrillas, las revoluciones no surgen de la nada, la rebeldía tiene su génesis en la opresión. Toda violencia legítima nace en respuesta a la injusticia.

El problema de significación de la violencia legítima radica en que los medios masivos de comunicación al servicio de las clases dominantes condenan esta violencia, aplicando casi siempre una connotación negativa. El discurso del pacifismo bruto invade a la ciudadanía, instalado a base de repetición en las mentes de la mayoría, replica la condena mediática, completando el círculo de inmovilidad que las élites buscan para no perder su hegemonía.

El discurso de la paz ciega en los medios de comunicación coloca a todas las violencias legítimas en una misma caja, las reprueba y condena por igual, pero suele aprobar a una violencia que en la mayoría de las ocasiones resulta ilegítima: la violencia del Estado burgués, una violencia institucionalizada que protege el sistema hegemónico construido y sostenido con base en toda la variedad de violencias ilegítimas toleradas. 


El discurso de la paz ciega en los medios de comunicación coloca a todas las violencias legítimas en una misma caja y las condena por igual, pero suele aprobar a una violencia que en la mayoría de las ocasiones resulta ilegítima: la violencia del Estado burgués, una violencia institucionalizada que protege el sistema hegemónico construido y sostenido con base en toda la variedad de violencias ilegítimas toleradas. (FOTO: ESPECIAL)


El principal problema del pacifismo bruto es que permanece neutral ante las injusticias, tiende a quedarse inmóvil ante los abusos, quieto mientras es avasallado por las violencias ilegítimas.
Cae en un grave error quien rechaza la violencia por sí misma, pues el objetivo de la violencia cambia según quien la pone en práctica, si los opresores o los oprimidos: el opresor busca conservar sus privilegios y el mantenimiento de un sistema injusto a través de la violencia ilegítima; el oprimido busca quitarse ese yugo que lo lastima mediante la violencia legítima.
Quien rechaza toda violencia en automático, sin realizar ningún tipo de análisis sobre su raíz y sus objetivos, puede terminar respaldando la injusticia.


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Sin desestimar los valiosos logros de las “revoluciones sin manos”, es claro que la mayoría de los cambios sociales en la historia a favor de causas legítimas se han dado como producto de acciones violentas. La Revolución Francesa, la Gran Guerra Patria, los movimientos independentistas a lo largo y ancho del mundo; en México, la Guerra de Independencia y la Revolución, todas y cada una de ellas fueron violentas, derramaron sangre y costaron vidas de ambos lados. Todos estos movimientos fueron caracterizados por violencias legítimas que se enfrentaron a la injusticia.

No imagino a Hidalgo y a Morelos (esos que tanto celebran y honran cada 16 de septiembre los que hoy son pregoneros del pacifismo) cantando canciones de paz y amor para que la Corona Española aboliera la esclavitud y concediera la Independencia a México, tampoco imagino a Zapata y a Villa prendiendo veladoras para que Porfirio renunciara.  

Nunca se debe de subestimar la resistencia no violenta, la protesta pacífica, las marchas, las huelgas, los paros, siempre deben de ser las primeras en estrategias en ejecutarse, pero hay que reconocer sus limitaciones, sobre todo cuando del otro lado de las movilizaciones hay un poder agresivo o tan sordo como el mismo pacifismo bruto.


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El pasado 8 de noviembre, durante una protesta pacífica en el Zócalo con motivo del caso Ayotzinapa, un grupo de personas aprovecharon la movilización para prenderle fuego a la puerta del Palacio Nacional, la golpearon para tratar de derribarla. Como se esperaba, la mayoría de los medios de comunicación y los partidarios del pacifismo bruto no tardaron en condenar las acciones de violencia y pugnaron por el cumplimiento Estado de Derecho y la preservación de una puerta histórica. Mismo discurso han tomado ante toma y quema de los palacios de gobierno municipales y estatal en Guerrero como parte de las protestas por los estudiantes asesinados.  

Los señalamientos sobre posibles grupos de infiltrados del gobierno en los actos de violencia dentro de protestas pacíficas tienen sustento. Hay fotos y videos que sugieren la protección de la policía a estos grupos. Los infiltrados son siempre una posibilidad en la protesta pacífica, las operaciones de bandera falsa son utilizadas cotidianamente por los gobiernos para desprestigiar o inculpar a grupos opositores o causas incómodas, precisamente colgados en el paradigma del pacifismo bruto, ¿pero no se les ha ocurrido que hay quien ya no ve en ese pacifismo una solución? En cualquier caso, la mayoría de los medios se encargan de magnificar los hechos, sean cometidos por "infiltrados" o no, y de asignarles una connotación negativa.



Las operaciones de bandera falsa son utilizadas cotidianamente por los gobiernos para desprestigiar o inculpar a grupos opositores o causas incómodas, precisamente colgados en el paradigma del pacifismo bruto, ¿pero no se les ha ocurrido que hay quien ya no ve en ese pacifismo una solución? En cualquier caso, la mayoría de los medios se encargan de magnificar los hechos, sean cometidos por "infiltrados" o no, y de asignarles una connotación negativa. (IMAGEN: ESPECIAL)

Volvemos aquí a legitimidad de la violencia. Suponiendo, sin asegurar, que sean acciones independientes y meditadas de personas inconformes sin nexo alguno con el gobierno, se manifiestan violentamente como una legítima expresión de indignación, de rabia, de dolor, ante la corrupción e incompetencia del gobierno para garantizar su primera responsabilidad: la seguridad de sus ciudadanos. 
Sobreviene entonces una respuesta violenta a la ausencia del Estado de Derecho causado por la incapacidad de la propia autoridad, una incapacidad que ha provocado una tormenta de violencia ilegítima que nos ha costado 120 mil asesinados y 30 mil desaparecidos desde 2005.

Equiparar el valor de los objetos al de las vidas humanas es otro error del pacifismo bruto. ¿Les parece ilegítimamente violento que los indignados destruyan camiones de grandes empresas explotadoras, que tomen autopistas para dejar pasar sin cuota en un país de libre tránsito, que quemen ayuntamientos o puertas de palacios como respuesta a los abusos, acciones y omisiones del poder establecido? A mí me parece ilegítimamente violento que el presidente viva en una casa de 68 millones de pesos en un país donde hay 55 millones de pobres y 40 millones más muy cerca de la línea de la pobreza. Me parece ilegítimamente violento que en un país con el 50% de población viviendo en condiciones de pobreza y con otro 30% muy cerca de ella viva el hombre más rico del mundo, me parece ilegítimamente violento que el 1.2% de las personas más ricas del país posea 43% de la riqueza total individual de todo México. Si eso no les parece violento, por ahí empezamos mal.

“Vándalos, güevones, que se pongan a trabajar” es una expresión recurrente en la boca de las masas inertes para juzgar a las protestas tanto pacíficas como violentas. Se les olvida que a diario todo el mundo trabaja, estudia, lucha por superarse sin ver un cambio verdadero en el sistema que lo oprime. “El cambio está en uno mismo”, dicen los inmóviles ignorando que la estructura del sistema social está diseñada para oprimir e inhibir el cambio, haciendo inútiles los esfuerzos individuales aislados.

“No se puede exigir justicia actuando con violencia”, fue la condena del presidente Enrique Peña Nieto a las protestas violentas, pronunciada en Alaska, escala técnica de su gira a China. Me parece que se equivoca. ¿No fue acaso un acto de violencia simbólica el hecho de que el presidente se largara de gira a China en medio del caos por el caso Ayotzinapa?

Los verdaderos violentos, los vándalos, son los que malgobiernan, los que explotan, los que crean la miseria. 
La desigualdad es más violenta que cualquier protesta.


Los verdaderos violentos, los vándalos, son los que malgobiernan, los que explotan, los que crean la miseria. La desigualdad es más violenta que cualquier protesta. (FOTO: ESPECIAL)


Un “revoltoso” podrá romper un vidrio con una piedra, pero un “respetable empresario” o un “honorable gobernante” puede alterar la vida entera de cientos, miles o millones de personas con una decisión, una estrategia o con el simple hecho de estampar su firma. Los violentos más peligrosos son los que suelen usar traje y corbata de diseñador.


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A estas alturas de la historia debemos entender que la violencia nunca, jamás, es deseable, pero a veces es necesaria cuando se trata de responder al opresor que se empeña en aplastar a los justos.

“La crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir y cuando lo nuevo no acaba de nacer”, dijo el escritor alemán Bertolt Brecht. Romper con lo establecido implica casi obligatoriamente romper la ley que lo protege, ese choque casi siempre implica violencia, sufrimiento.
Queda la elección: dejar que lo viejo siga viviendo y oprimiendo o buscar lo nuevo a sabiendas de que su nacimiento, como cualquier parto, causará dolor. El miedo nos consume, nos paraliza; ante el temor de perder lo poco que tenemos, optamos por mantener lo viejo, la ‘seguridad’ de nuestra miseria, pero hay que ser conscientes de que cuando lo nuevo sea inevitable, cuando lo nuevo se abra paso por el peso de su justicia, debemos darle la bienvenida.

Si el poder no sirve a los intereses y el bienestar del pueblo, ese poder debe caer. No se espanten, por favor, si ello implica violencia, legítima violencia.

PD: ¿Se acuerdan cómo detuvimos los fraudes electorales de 1988 y 2006, la violencia de la “Guerra contra el Narco”, la imposición de 2012 y la Reforma Energética de 2013 con la protesta pacífica? Yo tampoco.





[i] Para Borideu la práctica la violencia simbólica es parte de estrategias construidas socialmente en el contexto de esquemas asimétricos de poder, caracterizados por la reproducción de los roles sociales, estatus, género, clase social, categorías cognitivas, representación evidente de poder y/o estructuras mentales, puestas en juego cada una o bien todas simultáneamente en su conjunto, como parte de una reproducción encubierta y sistemática.
Las prácticas de la violencia simbólica son parte de estrategias construidas socialmente en el contexto de esquemas asimétricos de poder, caracterizados por la reproducción de los roles sociales, estatus, género, clase social, categorías cognitivas, puestas en juego cada una o bien todas simultáneamente en su conjunto, como parte de una reproducción encubierta y sistemática. La violencia simbólica está estrechamente ligada a otros conceptos de Bourdieu como:
-Habitus, el proceso a través del cual se desarrolla la reproducción cultural y la naturalización de determinados comportamientos y valores.
-Incorporación, el proceso por el que las relaciones simbólicas repercuten en efectos directos sobre el cuerpo de los sujetos sociales.
Bourdieu nos habla de cómo naturalizamos e interiorizamos las relaciones de poder, convirtiéndolas así en evidentes e incuestionables, incluso para los sometidos. De esta manera aparece lo que Bourdieu llama violencia simbólica, la cual no sólo está socialmente construida, sino que también nos determina los límites dentro de los cuales es posible percibir y pensar.
Tenemos que tener en cuenta que el poder simbólico sólo se ejerce con la colaboración de quienes lo padecen, porque contribuyen a establecerlo como tal. Según Foucault, no podemos hablar de relación de poder sin que exista una posibilidad de resistencia. El subordinado no puede ser reducido a una total pasividad sino que tiene la opción de buscar otras formas de responder al poder tanto individuales como colectivas.
Como advierte Bourdieu (1999), la violencia simbólica no es menos importante, real y efectiva que una violencia activa ya que no se trata de una violencia “espiritual” sino que también posee efectos reales sobre la persona.
Para identificar la violencia simbólica lo primero es identificar que este tipo de violencia se ejerce a través de la publicidad, las letras de canciones, del refranero y de los dichos populares, juegos de video, novelas, revistas o caricaturas. Lo segundo es cuestionarnos, preguntarnos sobre los mensajes que recibimos y que generalmente son tomados como verdad absoluta.